Había una vez, en un remoto reino más allá de las
montañas del Este, un príncipe cuya hermosura era tal, que hechizaba a todas
las doncellas y damas que lo miraban. Era más bello que el mismo Narciso y no
había mujer que no lo mirase, que no lo persiguiese y lo amase.
Sin embargo, el príncipe no se encontraba satisfecho
con su aspecto ni con lo que este generaba en las mujeres, porque se percataba
de que todas lo amaban por su cuerpo y no por su espíritu, lo cual lo
entristecía. Él estaba perdidamente enamorado del espíritu de una doncella que
vivía en el pueblo. Pero no se atrevía a confesar su amor, y ocultaba ante ella
y ante los demás sus sentimientos, pues temía que, como las otras, ella no lo
amase por su espíritu sino por su cuerpo. Afligido el príncipe lloraba sin
consuelo todas las noches.
Una tarde se le ocurrió una brillante idea: decidió
huir del reino, muy lejos, a remotas tierras, para buscar el consejo de una
sabia maga que vivía al otro lado de las montañas. Esa noche se montó sobre su
caballo y escapó del castillo haciéndolo galopar tan rápido como pudo. Durante
siete días y siete noches recorrió sin descanso gigantes territorios y largos
caminos, atravesó ríos y escaló montañas, hasta que finalmente se encontró con
una pequeña cabaña en lo profundo del bosque. Bajó de su caballo y tocó la
puerta. Una anciana lo recibió. Era ella, Morgana, la hechicera que buscaba.
El príncipe la saludó con un gesto de reverencia, se
arrodilló ante ella y le besó la mano. Morgana, sabia anciana que vivía sola en
lo profundo del bosque, la de largas túnicas, le preguntó a que se debía su
visita. Él le contó sobre su enorme tristeza, sobre el terrible maleficio con
el que había nacido su cuerpo, maleficio que inducía a que no le amasen por su
espíritu, sino por su apariencia viril. La sabia Morgana, tomándolo de la mano,
le dijo que no se preocupara, que existía un remedio para aquello. El príncipe
afirmó que temía que la doncella a quien él amaba por su espíritu, su Señora,
no lo amase a él de la misma forma, sino por su varonil cuerpo, como las demás.
La hechicera, con un gesto de sosiego en el rostro, le aconsejó que se hiciese
pasar por una mujer, para que ella no viese su cuerpo como realmente era, y que
si aún disfrazado lo amaba por su espíritu, entonces sería digna. El príncipe
aceptó la oferta y la hechicera le entregó un polvo mágico que le daría la
apariencia de mujer durante cuatro horas. Antes de que el príncipe se fuese,
Morgana le advirtió tres veces que tuviese mucho cuidado, porque si estando
bajo los efectos del polvo mágico se mojaba con agua, aunque fuese una sola
gota, quedaría transformado en mujer para siempre. El príncipe se despidió
agradecido de Morgana, se subió a su caballo y retornó al reino.
Desde su habitación en el castillo le escribió una carta
anónima a su amada, y se la dio a un heraldo que vestía como hombre de pueblo,
para que se la entregase. Era una carta que le proponía negocios muy
fructíferos, que la levantarían de su pobre condición. Ella, al recibirla, se
alegró mucho y aceptó la propuesta.
El príncipe se encontró con ella para la realización
de los negocios. Esto volvió a ocurrir a menudo, durante un año. Pero cada vez
que iba a verla, se rociaba cuidadosamente con el polvo y, antes de las cuatro
horas, regresaba a su palacio. Con apariencia de mujer, se aproximaba a ella a
menudo y le aconsejaba cada vez que necesitaba ayuda, le contaba sus alegrías y
sus penas, sus experiencias, hasta sus pensamientos más recónditos, salvo el
amor que le profesaba y su condición de príncipe. Logró entablar un lazo
estrecho, al menos así lo parecía. Largas fueron las conversaciones que
mantuvieron.
Hasta que un día ambos acordaron verse al lado de un
inmenso lago llamado El Espejo del Cielo. El príncipe acudió con su apariencia
de mujer, como de costumbre, y, cuando vio aproximarse a su amada, la saludó.
Entonces le confesó su amor: “Yo te amo, como el día ama a la noche. Te amo,
como los planetas aman al sol. Como ellos, mi vida gira en torno
a la tuya. Te amo con la fuerza
de la tierra y el poder del cielo.”. “¿Tú?” - le inquirió
ella con tono despectivo - “¿una mujer?”. El príncipe le preguntó: “¿Atiendes a
mi cuerpo o atiendes a mi espíritu? ¿De qué te has enamorado?”. Ella, entonces,
negó el amor del príncipe, se alejó de él con un gesto de repugnancia y dijo:
“no te veré más”.
Pero las cuatro horas habían transcurrido y el
hechizo empezó a desvanecerse, y de la doncella que era, el príncipe se
transformó en un hombre hermosísimo, se reveló con su verdadero cuerpo viril.
Su ingrata amada, al percatarse del hechizo y aturdida ante tanta hermosura y,
principalmente, ante su enorme virilidad, le rogó que la perdonase. Clamó de
rodillas que lo lamentaba, que en realidad si lo amaba, y él le respondió:
“¿amas a mi espíritu o a mi cuerpo?” Y cuando ella afirmó amar a su espíritu,
él, triste, le dijo: “No es así, porque si hubieses amado a mi espíritu lo
amarías aún en el cuerpo de una mujer, porque mi espíritu siempre fue el de un
príncipe”. Terminó de decir esto y, en medio de su despecho, tomó el polvo
mágico que quedaba, se lo arrojó encima transformándose de nuevo en una mujer y
se lanzó a las aguas del lago, quedando transformado, así, para siempre en una
mujer.
Cuenta la leyenda que quienes sufren de amor y
pasean cerca del lago durante la noche, contemplan a una figura femenina que
solloza, y que es la del príncipe transformado. Se cree que los deseos de amor
que se le pidan serán concedidos.
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