jueves, 17 de abril de 2014

El príncipe que amaba




Había una vez, en un remoto reino más allá de las montañas del Este, un príncipe cuya hermosura era tal, que hechizaba a todas las doncellas y damas que lo miraban. Era más bello que el mismo Narciso y no había mujer que no lo mirase, que no lo persiguiese y lo amase.

Sin embargo, el príncipe no se encontraba satisfecho con su aspecto ni con lo que este generaba en las mujeres, porque se percataba de que todas lo amaban por su cuerpo y no por su espíritu, lo cual lo entristecía. Él estaba perdidamente enamorado del espíritu de una doncella que vivía en el pueblo. Pero no se atrevía a confesar su amor, y ocultaba ante ella y ante los demás sus sentimientos, pues temía que, como las otras, ella no lo amase por su espíritu sino por su cuerpo. Afligido el príncipe lloraba sin consuelo todas las noches.

Una tarde se le ocurrió una brillante idea: decidió huir del reino, muy lejos, a remotas tierras, para buscar el consejo de una sabia maga que vivía al otro lado de las montañas. Esa noche se montó sobre su caballo y escapó del castillo haciéndolo galopar tan rápido como pudo. Durante siete días y siete noches recorrió sin descanso gigantes territorios y largos caminos, atravesó ríos y escaló montañas, hasta que finalmente se encontró con una pequeña cabaña en lo profundo del bosque. Bajó de su caballo y tocó la puerta. Una anciana lo recibió. Era ella, Morgana, la hechicera que buscaba.

El príncipe la saludó con un gesto de reverencia, se arrodilló ante ella y le besó la mano. Morgana, sabia anciana que vivía sola en lo profundo del bosque, la de largas túnicas, le preguntó a que se debía su visita. Él le contó sobre su enorme tristeza, sobre el terrible maleficio con el que había nacido su cuerpo, maleficio que inducía a que no le amasen por su espíritu, sino por su apariencia viril. La sabia Morgana, tomándolo de la mano, le dijo que no se preocupara, que existía un remedio para aquello. El príncipe afirmó que temía que la doncella a quien él amaba por su espíritu, su Señora, no lo amase a él de la misma forma, sino por su varonil cuerpo, como las demás. La hechicera, con un gesto de sosiego en el rostro, le aconsejó que se hiciese pasar por una mujer, para que ella no viese su cuerpo como realmente era, y que si aún disfrazado lo amaba por su espíritu, entonces sería digna. El príncipe aceptó la oferta y la hechicera le entregó un polvo mágico que le daría la apariencia de mujer durante cuatro horas. Antes de que el príncipe se fuese, Morgana le advirtió tres veces que tuviese mucho cuidado, porque si estando bajo los efectos del polvo mágico se mojaba con agua, aunque fuese una sola gota, quedaría transformado en mujer para siempre. El príncipe se despidió agradecido de Morgana, se subió a su caballo y retornó al reino.

Desde su habitación en el castillo le escribió una carta anónima a su amada, y se la dio a un heraldo que vestía como hombre de pueblo, para que se la entregase. Era una carta que le proponía negocios muy fructíferos, que la levantarían de su pobre condición. Ella, al recibirla, se alegró mucho y aceptó la propuesta.

El príncipe se encontró con ella para la realización de los negocios. Esto volvió a ocurrir a menudo, durante un año. Pero cada vez que iba a verla, se rociaba cuidadosamente con el polvo y, antes de las cuatro horas, regresaba a su palacio. Con apariencia de mujer, se aproximaba a ella a menudo y le aconsejaba cada vez que necesitaba ayuda, le contaba sus alegrías y sus penas, sus experiencias, hasta sus pensamientos más recónditos, salvo el amor que le profesaba y su condición de príncipe. Logró entablar un lazo estrecho, al menos así lo parecía. Largas fueron las conversaciones que mantuvieron.

Hasta que un día ambos acordaron verse al lado de un inmenso lago llamado El Espejo del Cielo. El príncipe acudió con su apariencia de mujer, como de costumbre, y, cuando vio aproximarse a su amada, la saludó. Entonces le confesó su amor: “Yo te amo, como el día ama a la noche. Te amo, como los planetas aman al sol. Como ellos, mi vida gira  en torno  a la tuya. Te  amo con  la fuerza  de la  tierra y  el poder del cielo.”. “¿Tú?” - le inquirió ella con tono despectivo - “¿una mujer?”. El príncipe le preguntó: “¿Atiendes a mi cuerpo o atiendes a mi espíritu? ¿De qué te has enamorado?”. Ella, entonces, negó el amor del príncipe, se alejó de él con un gesto de repugnancia y dijo: “no te veré más”.

Pero las cuatro horas habían transcurrido y el hechizo empezó a desvanecerse, y de la doncella que era, el príncipe se transformó en un hombre hermosísimo, se reveló con su verdadero cuerpo viril. Su ingrata amada, al percatarse del hechizo y aturdida ante tanta hermosura y, principalmente, ante su enorme virilidad, le rogó que la perdonase. Clamó de rodillas que lo lamentaba, que en realidad si lo amaba, y él le respondió: “¿amas a mi espíritu o a mi cuerpo?” Y cuando ella afirmó amar a su espíritu, él, triste, le dijo: “No es así, porque si hubieses amado a mi espíritu lo amarías aún en el cuerpo de una mujer, porque mi espíritu siempre fue el de un príncipe”. Terminó de decir esto y, en medio de su despecho, tomó el polvo mágico que quedaba, se lo arrojó encima transformándose de nuevo en una mujer y se lanzó a las aguas del lago, quedando transformado, así, para siempre en una mujer.

Cuenta la leyenda que quienes sufren de amor y pasean cerca del lago durante la noche, contemplan a una figura femenina que solloza, y que es la del príncipe transformado. Se cree que los deseos de amor que se le pidan serán concedidos.

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