Antaño, hace tanto tiempo que ya no
tenemos memoria de él, todas las estrellas de la noche se amontonaban en una sola
y resplandecían como el sol. Por eso todas las criaturas amamos a ese sol en
cada una de nuestras estrellas interiores.
Las estrellas se hallaban unidas,
entrelazadas por finas hebras que las unificaban en su único origen. Pero un
día, una de las estrellas, enajenada en el firmamento, voló en medio de la
oscuridad, cayendo desde lo alto del cielo hacia el vacío, y cortando en su
camino con todos los hilos que la unían con las demás desde su brillante
origen.
La estrella cayó sobre el polvo, entre
la nocturna soledad, aislada de sus hermanas, de sus miembros, de sus entrañas,
de sí. En el frío, se secó. Su luz se ennegreció, llenándose de carbón y
agriándose. Alzó los ojos hacia el cielo y odió al sol; odió a las estrellas
que eran el sol; se odió a sí misma. Y, queriendo extinguir la luz de las demás
estrellas, se infiltró en sus oídos y les murmuró: “pisoteen toda luz que
encuentren diciendo: no todo en la vida es bonito y color de rosas, también hay
fealdad”. Y un ejército de hombres oscuros se lanzó por las calles a raudales,
apagando todo foco de luz que encontraba a su paso, mientras exclamaba: “¡no
nos cubramos los ojos con una venda, miremos de cara a la realidad!”. Esta era,
para ellos, la oscuridad de la noche, donde sus ojos eran incapaces de ver,
donde todas sus estrellas interiores ennegrecían y se agrietaban en nombre del
conocimiento, la fortaleza y la autosuficiencia altivos del que abre los ojos a
las tinieblas. Gran saber ese, el del Árbol de la Ciencia, saber que aniquiló a
todo el que bebió de él.
Y, en medio de la oscuridad, nuestras
estrellas entablan una batalla contra aquellas cuya luz se consumió. Les donan
su luz; recogen la luz que permanece esparcida y sola; se amontonan; suspiran;
las otras les apagan la luz, roban su luz y la extinguen a gran velocidad en furiosos devaneos. Feroz batalla.
No creáis jamás en quienes aman más lo feo que lo bello, en quienes prefieren
el conocimiento altivo al saber de la ingenuidad.
De repente la luz exhala una figura
maravillosa: “No todo en la vida es feo, no todo en la vida es oscuro. Si
existe una sola luz, una sola chispa de belleza, esta es suficiente para que
fijes tus ojos en ella y construyas un gran imperio de perfección. Y con esa
diminuta chispa de belleza has de todo lo feo que toques algo inmensamente
hermoso, como un espejo del astro solar.”
Las estrellas son chispas y, cuando se
encuentran juntas, cada una de ellas desaparece y es el sol el que resplandece
en unidad absoluta. Separadas como individuos, cada una de ellas es el mismo
sol entero y único disfrazado de una infinitud de seres, de unos y otros; como
la música intemporal cuando se encarna dentro del tiempo en multiplicidad de
cánticos arrojados al viento. Estos se entusiasman en sus secretas fibras
porque en ellas reboza la música oculta; porque es esta la potencia de sus
versos, su naturaleza, el aire en que se mueven y respiran.
Algún día romperán las brillantes
frentes las cadenas temporales y espaciales que abren bajo sus pies la
división, la corrupción, la enfermedad y la muerte; y el mundo se
reestructurará en una semilla redonda, en un lago amplísimo cuyas partes estará
prohibido mencionar, porque no existirán; sólo existirá el lago. La oscuridad
será exorcizada de las estrellas, como la cizaña del trigo, y lanzada a los abismos,
donde nadie perecerá.